Este 24 de marzo la Iglesia celebra el Domingo de Ramos ‘de la Pasión del Señor’, con el que se da inicio a la Semana Santa. La celebración de la Misa central incluye la lectura de dos pasajes del Evangelio. El primero de ellos se lee antes de la Procesión de las Palmas -generalmente en el atrio o fuera del templo- y el segundo se lee como es habitual como parte de la Liturgia de la Palabra -dentro del templo-.
Para la Procesión de las Palmas la lectura del Evangelio está tomada de San Marcos (Mc 11, 1-10) y corresponde a la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén; mientras que la lectura principal del Evangelio corresponde al relato de la Pasión de Cristo, también tomado de San Marcos (Mc 14, 1–15, 47).
Dice San Andrés de Creta, obispo: «… Salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres. (…) Y viene, no como quien busca su gloria en medio de la fastuosidad y de la pompa. No porfiará -dice- no gritará, no voceará por las calles, sino que será manso y humilde, y se presentará sin espectacularidad alguna».
Cuando se aproximaban ya a Jerusalén, al llegar a Betfagé, junto al monte de los Olivos, envió Jesús a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Vayan al pueblo que ven allí enfrente; al entrar, encontrarán amarrada una burra y un burrito con ella; desátenlos y tráiganmelos. Si alguien les pregunta algo, díganle que el Señor los necesita y enseguida los devolverá”.
Esto sucedió para que se cumplieran las palabras del profeta: Díganle a la hija de Sión: He aquí que tu rey viene a ti, apacible y montado en un burro, en un burrito, hijo de animal de yugo.
Fueron, pues, los discípulos e hicieron lo que Jesús les había encargado y trajeron consigo la burra y el burrito. Luego pusieron sobre ellos sus mantos y Jesús se sentó encima. La gente, muy numerosa, extendía sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de los árboles y las tendían a su paso. Los que iban delante de él y los que lo seguían gritaban: “¡Hosanna! ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!”.
Al entrar Jesús en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. Unos decían: “¿Quién es éste?” Y la gente respondía: “Éste es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea”.
- Pasión de Cristo
Evangelio (Mc 14, 1–15, 47)
Faltaban dos días para la fiesta de Pascua y de los panes Ázimos. Los sumos sacerdotes y los escribas andaban buscando una manera de apresar a Jesús a traición y darle muerte, pero decían: “No durante las fiestas, porque el pueblo podría amotinarse”.
Estando Jesús sentado a la mesa, en casa de Simón el leproso, en Betania, llegó una mujer con un frasco de perfume muy caro, de nardo puro; quebró el frasco y derramó el perfume en la cabeza de Jesús. Algunos comentaron indignados: “¿A qué viene este derroche de perfume? Podía haberse vendido por más de trescientos denarios para dárselos a los pobres”. Y criticaban a la mujer; pero Jesús replicó: “Déjenla. ¿Por qué la molestan? Lo que ha hecho conmigo está bien, porque a los pobres los tienen siempre con ustedes y pueden socorrerlos cuando quieran; pero a mí no me tendrán siempre. Ella ha hecho lo que podía. Se ha adelantado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. Yo les aseguro que en cualquier parte del mundo donde se predique el Evangelio, se recordará también en su honor lo que ella ha hecho conmigo”.
Judas Iscariote, uno de los Doce, se presentó a los sumos sacerdotes para entregarles a Jesús. Al oírlo, se alegraron y le prometieron dinero; y él andaba buscando una buena ocasión para entregarlo.
El primer día de la fiesta de los panes Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le preguntaron a Jesús sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?” Él les dijo a dos de ellos: “Vayan a la ciudad. Encontrarán a un hombre que lleva un cántaro de agua; síganlo y díganle al dueño de la casa en donde entre: ‘El Maestro manda preguntar: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?’ Él les enseñará una sala en el segundo piso, arreglada con divanes. Prepárennos allí la cena”. Los discípulos se fueron, llegaron a la ciudad, encontraron lo que Jesús les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Al atardecer, llegó Jesús con los Doce. Estando a la mesa, cenando, les dijo: “Yo les aseguro que uno de ustedes, uno que está comiendo conmigo, me va a entregar”. Ellos, consternados, empezaron a preguntarle uno tras otro: “¿Soy yo?” Él respondió: “Uno de los Doce; alguien que moja su pan en el mismo plato que yo. El Hijo del hombre va a morir, como está escrito: pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre! ¡Más le valiera no haber nacido!”
Mientras cenaban, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen: esto es mi cuerpo”. Y tomando en sus manos una copa de vino, pronunció la acción de gracias, se la dio, todos bebieron y les dijo: “Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, que se derrama por todos. Yo les aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios”.
Después de cantar el himno, salieron hacia el monte de los Olivos y Jesús les dijo: “Todos ustedes se van a escandalizar por mi causa, como está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas; pero cuando resucite, iré por delante de ustedes a Galilea”. Pedro replicó: “Aunque todos se escandalicen, yo no”. Jesús le contestó: “Yo te aseguro que hoy, esta misma noche, antes de que el gallo cante dos veces, tú me negarás tres”. Pero él insistía: “Aunque tenga que morir contigo, no te negaré”. Y los demás decían lo mismo.
Fueron luego a un huerto, llamado Getsemaní, y Jesús dijo a sus discípulos: “Siéntense aquí mientras hago oración”. Se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan; empezó a sentir terror y angustia, y les dijo: “Tengo el alma llena de una tristeza mortal. Quédense aquí, velando”. Se adelantó un poco, se postró en tierra y pedía que, si era posible, se alejara de él aquella hora. Decía: “Padre, tú lo puedes todo: aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres”.
Volvió a donde estaban los discípulos, y al encontrarlos dormidos, dijo a Pedro: “Simón, ¿estás dormido? ¿No has podido velar ni una hora? Velen y oren, para que no caigan en la tentación. El espíritu está pronto, pero la carne es débil”. De nuevo se retiró y se puso a orar, repitiendo las mismas palabras. Volvió y otra vez los encontró dormidos, porque tenían los ojos cargados de sueño; por eso no sabían qué contestarle. Él les dijo: “Ya pueden dormir y descansar. ¡Basta! Ha llegado la hora. Miren que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levántense! ¡Vamos! Ya está cerca el traidor”.
Todavía estaba hablando, cuando se presentó Judas, uno de los Doce, y con él, gente con espadas y palos, enviada por los sacerdotes, los escribas y los ancianos. El traidor les había dado una contraseña, diciéndoles: “Al que yo bese, ése es. Deténganlo y llévenselo bien sujeto”. Llegó, se acercó y le dijo: “Maestro”. Y lo besó. Ellos le echaron mano y lo apresaron. Pero uno de los presentes desenvainó la espada y de un golpe le cortó la oreja a un criado del sumo sacerdote. Jesús tomó la palabra y les dijo: “¿Salieron ustedes a apresarme con espadas y palos, como si se tratara de un bandido? Todos los días he estado entre ustedes, enseñando en el templo y no me han apresado. Pero así tenía que ser para que se cumplieran las Escrituras”. Todos lo abandonaron y huyeron. Lo iba siguiendo un muchacho, envuelto nada más con una sábana y lo detuvieron; pero él soltó la sábana y se les escapó desnudo.
Condujeron a Jesús a casa del sumo sacerdote y se reunieron todos los pontífices, los escribas y los ancianos. Pedro lo fue siguiendo de lejos, hasta el interior del patio del sumo sacerdote y se sentó con los criados, cerca de la lumbre, para calentarse.
Los sumos sacerdotes y el sanedrín en pleno, buscaban una acusación contra Jesús para condenarlo a muerte y no la encontraban. Pues, aunque muchos presentaban falsas acusaciones contra él, los testimonios no concordaban. Hubo unos que se pusieron de pie y dijeron: “Nosotros lo hemos oído decir: ‘Yo destruiré este templo, edificado por hombres, y en tres días construiré otro, no edificado por hombres’ ”. Pero ni aun en esto concordaba su testimonio. Entonces el sumo sacerdote se puso de pie y le preguntó a Jesús: “¿No tienes nada que responder a todas esas acusaciones?” Pero él no le respondió nada. El sumo sacerdote le volvió a preguntar: “¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?” Jesús contestó: “Sí lo soy. Y un día verán cómo el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y cómo viene entre las nubes del cielo”. El sumo sacerdote se rasgó las vestiduras exclamando: “¿Qué falta hacen ya más testigos? Ustedes mismos han oído la blasfemia. ¿Qué les parece?” Y todos lo declararon reo de muerte. Algunos se pusieron a escupirle, y tapándole la cara, lo abofeteaban y le decían: “Adivina quién fue”, y los criados también le daban de bofetadas.
Mientras tanto, Pedro estaba abajo, en el patio. Llegó una criada del sumo sacerdote, y al ver a Pedro calentándose, lo miró fijamente y le dijo: “Tú también andabas con Jesús Nazareno”. Él lo negó, diciendo: “Ni sé ni entiendo lo que quieres decir”. Salió afuera hacia el zaguán, y un gallo cantó. La criada, al verlo, se puso de nuevo a decir a los presentes: “Ése es uno de ellos”. Pero él lo volvió a negar. Al poco rato, también los presentes dijeron a Pedro: “Claro que eres uno de ellos, pues eres galileo”. Pero él se puso a echar maldiciones y a jurar: “No conozco a ese hombre del que hablan”. En seguida cantó el gallo por segunda vez. Pedro se acordó entonces de las palabras que le había dicho Jesús: ‘Antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres’, y rompió a llorar.
Luego que amaneció, se reunieron los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el sanedrín en pleno, para deliberar. Ataron a Jesús, se lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Éste le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?” Él respondió: “Sí lo soy”. Los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: “¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan”. Jesús ya no le contestó nada, de modo que Pilato estaba muy extrañado.
Durante la fiesta de Pascua, Pilato solía soltarles al preso que ellos pidieran. Estaba entonces en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en un motín. Vino la gente y empezó a pedir el indulto de costumbre. Pilato les dijo: “¿Quieren que les suelte al rey de los judíos?” Porque sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes incitaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato les volvió a preguntar: “¿Y qué voy a hacer con el que llaman rey de los judíos?” Ellos gritaron: “¡Crucifícalo!” Pilato les dijo: “Pues ¿qué mal ha hecho?” Ellos gritaron más fuerte: “¡Crucifícalo!” Pilato, queriendo dar gusto a la multitud, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de mandarlo azotar, lo entregó para que lo crucificaran.
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio, al pretorio, y reunieron a todo el batallón. Lo vistieron con un manto de color púrpura, le pusieron una corona de espinas que habían trenzado y comenzaron a burlarse de él, dirigiéndole este saludo: “¡Viva el rey de los judíos!” Le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminadas las burlas, le quitaron aquel manto de color púrpura, le pusieron su ropa y lo sacaron para crucificarlo.
Entonces forzaron a cargar la cruz a un individuo que pasaba por ahí de regreso del campo, Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir “lugar de la Calavera”). Le ofrecieron vino con mirra, pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echando suertes para ver qué le tocaba a cada uno.
Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: “El rey de los judíos”. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: Fue contado entre los malhechores.
Los que pasaban por ahí lo injuriaban meneando la cabeza y gritándole: “¡Anda! Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo y baja de la cruz”. Los sumos sacerdotes se burlaban también de él y le decían: “Ha salvado a otros, pero a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos”. Hasta los que estaban crucificados con él también lo insultaban.
Al llegar el mediodía, toda aquella tierra se quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y a las tres, Jesús gritó con voz potente: “Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?” (que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Miren, está llamando a Elías”. Uno corrió a empapar una esponja en vinagre, la sujetó a un carrizo y se la acercó para que bebiera, diciendo: “Vamos a ver si viene Elías a bajarlo”. Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró.
(Aquí todos se arrodillan y guardan silencio por unos instantes).
Entonces el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo. El oficial romano que estaba frente a Jesús, al ver cómo había expirado, dijo: “De veras este hombre era Hijo de Dios”.
Había también ahí unas mujeres que estaban mirando todo desde lejos; entre ellas, María Magdalena, María (la madre de Santiago el menor y de José) y Salomé, que cuando Jesús estaba en Galilea, lo seguían para atenderlo; y además de ellas, otras muchas que habían venido con él a Jerusalén.
Al anochecer, como era el día de la preparación, víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro distinguido del sanedrín, que también esperaba el Reino de Dios. Se presentó con valor ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se extrañó de que ya hubiera muerto, y llamando al oficial, le preguntó si hacía mucho tiempo que había muerto. Informado por el oficial, concedió el cadáver a José. Éste compró una sábana, bajó el cadáver, lo envolvió en la sábana y lo puso en un sepulcro excavado en una roca y tapó con una piedra la entrada del sepulcro. María Magdalena y María, la madre de José, se fijaron en dónde lo ponían.
O bien: Mc 15, 1-39
Luego que amaneció, se reunieron los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el sanedrín en pleno, para deliberar. Ataron a Jesús, se lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Éste le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?” Él respondió: “Sí lo soy”. Los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: “¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan”. Jesús ya no le contestó nada, de modo que Pilato estaba muy extrañado.
Durante la fiesta de Pascua, Pilato solía soltarles al preso que ellos pidieran. Estaba entonces en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en un motín. Vino la gente y empezó a pedir el indulto de costumbre. Pilato les dijo: “¿Quieren que les suelte al rey de los judíos?” Porque sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes incitaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato les volvió a preguntar: “¿Y qué voy a hacer con el que llaman rey de los judíos?” Ellos gritaron: “¡Crucifícalo!” Pilato les dijo: “Pues ¿qué mal ha hecho?” Ellos gritaron más fuerte: “¡Crucifícalo!” Pilato, queriendo dar gusto a la multitud, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de mandarlo azotar, lo entregó para que lo crucificaran.
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio, al pretorio, y reunieron a todo el batallón. Lo vistieron con un manto de color púrpura, le pusieron una corona de espinas que habían trenzado y comenzaron a burlarse de él, dirigiéndole este saludo: “¡Viva el rey de los judíos!” Le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminadas las burlas, le quitaron aquel manto de color púrpura, le pusieron su ropa y lo sacaron para crucificarlo.
Entonces forzaron a cargar la cruz a un individuo que pasaba por ahí de regreso del campo, Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir “lugar de la Calavera”). Le ofrecieron vino con mirra, pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echando suertes para ver qué le tocaba a cada uno.
Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: “El rey de los judíos”. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: Fue contado entre los malhechores.
Los que pasaban por ahí lo injuriaban meneando la cabeza y gritándole: “¡Anda! Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo y baja de la cruz”. Los sumos sacerdotes se burlaban también de él y le decían: “Ha salvado a otros, pero a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos”. Hasta los que estaban crucificados con él también lo insultaban.
Al llegar el mediodía, toda aquella tierra se quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y a las tres, Jesús gritó con voz potente: “Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?” (que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Miren, está llamando a Elías”. Uno corrió a empapar una esponja en vinagre, la sujetó a un carrizo y se la acercó para que bebiera, diciendo: “Vamos a ver si viene Elías a bajarlo”. Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró.
(Aquí todos se arrodillan y guardan silencio por unos instantes).
Entonces el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo. El oficial romano que estaba frente a Jesús, al ver cómo había expirado, dijo: “De veras este hombre era Hijo de Dios”.