Este lunes 8 de abril, la Iglesia celebra la Solemnidad de la Anunciación del Señor. Es decir, se recuerda de manera solemne que, un día como hoy, se produjo un acontecimiento que cambiaría para siempre la historia de la humanidad. Dios Todopoderoso invitaba a una humilde doncella de Nazaret (Israel) llamada María, a cooperar en su plan salvífico: Ella será invitada por medio del ángel a ser madre del Hijo unigénito de Dios, el Señor Jesús.
María, quien había consagrado su virginidad a Dios, responde a la propuesta divina con un valiente y generoso “¡Sí!” (Cfr. Lc 1, 26-38); por lo que será llamada la ‘llena de gracia’. Es necesario recordar que desde el preciso momento en que la Virgen de Nazaret queda encinta por obra y gracia del Espíritu Santo, las puertas del cielo se abren nuevamente y la amistad entre Dios y el hombre, quebrada antaño por el pecado, habrá de ser restablecida.
Por su ‘sí’ la Virgen será elevada a la condición de ‘Madre de Dios’. Ella llevará a Jesús en su vientre: primero será abrigo y protección; después, la encargada de educar a Aquel que es salud para el género humano.
Tradicionalmente la Anunciación del Señor se celebra el 25 de marzo -nueve meses antes del día de Navidad-, pero este año, el 25 fue Lunes de Semana Santa, por lo que la Solemnidad fue trasladada a hoy, 8 de abril, un día después de concluida la Octava de Pascua.
El porqué de la celebración: ¡El Verbo de Dios se ha hecho carne!
“‘El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible’. María contestó: ‘Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra’. Y la dejó el ángel” (Lc. 1, 35 – 38).
Este pasaje forma parte del Evangelio de hoy (Lc 1, 26-38), en el que se recuerda el diálogo del ‘mensajero’ de Dios, Gabriel, con la Virgen. La claridad y sencillez de la respuesta de María denota que sobre ella no hubo imposición, sino libertad. María podría haber rechazado la propuesta venida por boca del ángel y Dios habría respetado su decisión de la misma manera como respeta incondicionalmente la libertad humana. Para alegría y gratitud de todas las generaciones, la “bendita entre las mujeres” aceptó la voluntad de Dios con amor y docilidad. Dios no había puesto vanamente su confianza en María: “Hágase en mí según tu palabra”, contesta, y se produce el más grande de todos los milagros: la Encarnación del Verbo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Este hecho constituye la auténtica y plena irrupción del Amor infinito en la historia de la humanidad, cuyo significado y repercusiones jamás podrán ser ponderadas del todo, no, por lo menos, hasta el final de los tiempos.
Volviendo al pasaje bíblico que nos ocupa -el encuentro de la Virgen María con el ángel-, es claro también que el porvenir no se le presentaba libre de dificultades a la Madre de Dios. Ya para ese momento, María estaba comprometida con José y era obvio que lo planeado hasta ese momento sería alterado. No resulta difícil pensar que ese plan tendría que ser dejado de lado. Además, principalmente, María era conocedora de las profecías sobre el Mesías, así que era muy consciente de que muchas dificultades e incertidumbres habrían de aparecer.
Muy pronto, José, desconcertado por lo que María le revelaría, decide repudiarla en secreto, intentando, en la medida de lo posible, no avergonzarla frente a todos. Ella, por su parte, seguirá aferrada a la Providencia divina.
Finalmente, como Dios no abandona a los suyos, envió un ángel que le habla en sueños a José. Dios también esperaba muchísimo de él. Quería que su Hijo estuviera bajo el cuidado paternal de un santo varón. Por esta razón, el santo carpintero recibiría el privilegio de ser el padre de Jesús en la tierra y de formar con María un hogar lleno del amor divino: la Sagrada Familia de Nazaret.
El espíritu de la celebración: un periodo de gestación
La Solemnidad de la Anunciación (habitualmente, 25 de marzo) se celebra nueve meses antes de la Navidad (25 de diciembre), por lo que puede ser considerada una ‘festividad navideña’. Así lo ha dispuesto la tradición de la Iglesia. Existen fuentes que testimonian que la Anunciación del Señor se celebra de esta manera desde el siglo VI en Oriente y desde el siglo VII en Occidente (Roma).
Ciertamente se ha producido un cambio en la designación después del Vaticano II. En el Novus Ordo se ha preferido la expresión “Anunciación del Señor» en vez de la muy popular “Anunciación de María” con el propósito de evitar posibles ambigüedades en torno significado de la celebración y, al mismo tiempo, subrayar la centralidad de Jesús.
La Anunciación y la cultura de la vida
María tuvo en su vientre a Jesús. Fueron nueve meses de espera albergando a la fuente de la vida dentro de sí. Nueve meses en los que cada instante era una confirmación de que la naturaleza humana posee una grandeza y dignidad incalculables.
Abrazando lo que somos, Dios quiso vivir cada etapa de nuestra vida terrena, desde la concepción hasta la muerte. No se encarnó a los tres meses de gestación, ni a los seis, ni nada por el estilo, como podría seguirse de esas discusiones contemporáneas sobre cuándo empieza la vida humana y cuándo un ser humano “realmente” lo es. Dios nos alecciona claramente: se es persona desde la concepción.
Y es que la Encarnación se produjo en el instante mismo en el que María concibió del Espíritu Santo: he aquí la razón más elevada por la que la Iglesia defiende a cada ser humano desde el primer instante de su existencia. Por la misma razón, cada 25 de marzo, la Iglesia celebra también “El día del niño por nacer”.
¡Feliz día de la Anunciación!
¡Por María entró la alegría al mundo entero!
Fuente: Aciprensa