Cada 11 de julio la Iglesia Católica celebra a San Benito de Nursia, fundador del monacato occidental, patriarca de los monjes de Occidente y patrono de Europa. También se le conoce como San Benito, Abad.
La máxima de vida de San Benito -con la que ha inspirado a la cristiandad a lo largo de los siglos- fue “ora et labora” (ora y trabaja), síntesis perfecta de su propuesta de vida y un llamado a la unidad entre contemplación y acción.
El legado de este gran santo ha influido de manera definitiva en la formación y desarrollo del monacato -para aquellos hombres y mujeres llamados a buscar a Dios en la soledad y el silencio-, y hoy, tras muchos siglos, sigue inspirando a quienes asumen la tarea de hacer de la oración acción, y de la acción oración. El ideal de San Benito siempre fue la entrega completa del monje a Dios: una entrega a tiempo completo.
Dios en el silencio
San Benito nació en Nursia (Italia), en el año 480. Tuvo una hermana melliza, Escolástica, quien también alcanzaría la santidad. Después de haber estudiado retórica y filosofía en Roma, Benito se retiró a la ciudad de Enfide (actual Affile) para dedicarse con mayor profundidad al estudio y la disciplina ascética.
No conforme con lo logrado hasta entonces, con 20 años el santo marchó hacia el monte Subiaco para vivir en absoluta soledad. Allí se instaló en una cueva. Más tarde se haría de la guía espiritual de un ermitaño. Años después, como parte de su búsqueda, se unió a los monjes de Vicovaro, quienes lo eligieron prior en virtud de su espíritu disciplinado.
En Vicovaro brotaron las primeras animadversiones contra Benito, aparecidas en los corazones de los monjes que no estaban de acuerdo con la disciplina impuesta por el santo. Algunos de sus hermanos en el monasterio llegaron incluso a conspirar para asesinarlo.
Cuenta la tradición que un día, a la hora de los alimentos, uno de los monjes le sirvió a Benito un vaso con agua envenenada. El abad lo recibió y lo puso sobre la mesa frente a sí. Antes de beber, como de costumbre, hizo la señal de la cruz y sin querer golpeó la copa, que cayó al suelo, haciéndose pedazos. Un sospechoso alboroto se produjo tras el hecho que acabó con los conspiradores, quienes quedaron en evidencia. Esto precipitó que San Benito se aleje de aquel monasterio definitivamente, no sin antes reprochar a aquellos “hombres de Dios” la gravedad de sus actos.
Edificador de Europa
Pasado aquel triste episodio, acompañado de un grupo de jóvenes animados por su enseñanza, Benito se dedicó a la fundación y organización de otros monasterios por diversos lugares de la Europa central, entre los que destacó el construido en Monte Cassino (Italia).
Convencido de que la vida monástica requiere orden y armonía, se animó a escribir su famosa Regla, que ha servido de apoyo para un sin fin de otros reglamentos de comunidades religiosas a lo largo del tiempo. Paralelamente, el abad trabajó en hacer de sus monasterios auténticos centros de formación humana y espiritual, en los que se preservaba la cultura y la tradición.
Gracias a estas notas características, su proyecto cobró forma y se convirtió en una suerte de red cultural y espiritual que enlazó a la Europa de aquel entonces. El estilo de vida monástico suscitó tal entusiasmo que miles de cristianos se descubrieron llamados a dejar el mundo atrás para dedicarse a Dios en los silenciosos claustros de un monasterio.
El monacato europeo sirvió de base para la expansión de la cultura cristiana en el Viejo Continente. La red de monasterios repartidos por todos lados fue semilla de los sistemas educativos y se convirtió en la reserva cultural de Occidente. La mayoría de ciudades importantes de la Europa de hoy surgieron alrededor de algún monasterio, o se organizaron siguiendo su ritmo e inspiración.
El deber de un monje
Siempre que se presta atención a la figura de San Benito se debe hacer con respeto y cuidado. La tentación de reducir su gesta a un intento puramente organizacional resultado de cierta obsesión con la disciplina constituye un error. Incurrir en una simplificación de esa magnitud sólo puede conducir a una seguidilla de malas interpretaciones. Nada más lejos que identificar la belleza de la vida religiosa con sacrificios exteriores carentes de sentido.
Se debe tener presente que Benito, padre del monacato, fue antes que cualquier cosa un hombre de oración, una persona consciente de que el tiempo dedicado a Dios es indispensable para transformar la vida y construir el bien común. La práctica de la caridad debe ir siempre unida a la relación íntima con Dios.
Ciertamente, Benito fue un hombre exigente, pero también reconocido por su trato amable y su generosidad. Su día a día empezaba de madrugada, cuando se levantaba para rezar los salmos y meditar la Escritura. Sólo salía a predicar después de haber cumplido con sus deberes en el monasterio.
Gustaba de practicar el ayuno y tenía la convicción de que los monjes debían ocupar su tiempo en algún tipo de esfuerzo físico. El trabajo era para él un honroso camino hacia la santidad.
Lejos del mundo, más cerca del cielo
San Benito realizó muchos milagros en vida: curó enfermos y resucitó muertos. Se enfrentó al demonio personalmente y practicó exorcismos, siempre con la cruz en la mano -de allí la devoción a la Cruz de San Benito-. Recolectó limosna para asegurar el alimento a sus hermanos y ayudar a los necesitados. Consoló a muchos que se hundieron en la tristeza y les devolvió el ánimo.
El gran abad murió el 21 de marzo del año 547, pocos días después de su hermana, Santa Escolástica. San Benito murió en la capilla de su monasterio, con las manos levantadas al cielo, en gesto orante, como haciendo eco de algo que él mismo repetía: «Hay que tener un deseo inmenso de ir al cielo».