Por: Pbro. Francisco Oquendo Góez
En el contexto del primer viaje de Jesús a Jerusalén (Jn 2,13-3,36), en las horas frescas de la noche, Jesús dialoga con un inquieto por Dios, llamado Nicodemo, representante del judaísmo oficial (Jn 3,1-21).
El divino Maestro inicia hablando de su exaltación (Jn 3,14-15), con la cual se refiere tanto al hecho de ser levantado sobre la cruz, como a su glorificación mediante su resurrección y ascensión. La cruz no es una derrota, sino un triunfo; no es una humillación, sino una glorificación. La cruz es la más bella manifestación del amor de Dios. Cristo crucificado es la medida del amor de Dios.
Como el signo de la serpiente de bronce garantizó la vida temporal a quienes la miraron, así el Hijo levantado en alto es fuente de vida eterna para quienes creen en él (Jn 3,14). Prodigio impensable de la fe en el hombre: lo dispone a acoger un don inmerecido: la vida eterna, la vida del Eterno en nosotros.
¿Qué hicimos para que la vida eterna esté ahora disponible para nosotros? El amor prodigioso ha llevado a cabo este prodigio amoroso: “porque tanto amó Dios al mundo que dio a su hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16).
Este versículo es el evangelio dentro del evangelio, la buena nueva dentro de la vida nueva; es el kerigma juaneo (es decir, el kerigma que anunciaban las comunidades cristianas cuyo referente era el apóstol Juan), el anuncio del amor tanto, tantísimo; el anuncio del amor que nos primerea y nos hermosea; el anuncio del amor intenso, inmenso, extenso; el anuncio del amor exagerado, ilimitado, inmaculado. No anunciaban algo que se ha de entender solamente (cognitivamente), sino algo que se ha de experimentar, sentir (afectivamente, emocionalmente).
El sujeto de este amor es Dios, de quien se nos dice que es Padre, porque tiene y da a su Hijo unigénito. Destinatario de este amor es “el mundo”, que en este contexto indica a la humanidad toda. El amor de Dios es incluyente, no excluyente. La expresión de este amor es la donación: amar es dar. Quien ama da, quien da ama. El Padre dona lo más precioso y amado: el Hijo único.
La finalidad de esta donación es la vida: “para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga continuamente la vida eterna” (Jn 3,16). Es la buena nueva del amor donador y vivificador de Dios: el Padre dona al Hijo, el Hijo dona la vida eterna. Lo único que ha de hacer el ser humano es acoger este don vivificador y esta vida donada, mediante la fe. La fe es dejarse amar, la fe es dejarse donar, la fe es dejarse salvar, la fe es dejarse vivificar, la fe es dejarse eternizar. La fe es la respuesta afirmativa al amor gratuito.
El amor de Dios en Cristo es un amor salvador. “Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvado gracias a él” (Jn 3,17). Las cláusulas finales “para que tengan la vida eterna”, “para que el mundo sea salvado” nos ayudan a comprender que salvación y vida eterna coinciden. Somos salvados al recibir la vida eterna y tenemos la vida eterna porque somos salvados. Cristo crucificado y resucitado es la manifestación veraz del amor de Dios que salva y da la vida eterna.
En síntesis, este era el kerigma que las comunidades juaneas gritaban al mundo, el anuncio que no podían callar: el amor inmenso de Dios para con la humanidad que se manifiesta en la muerte y resurrección de Jesús y quien se deja amar recibe salvación y vida eterna.
“El mundo es de quien más lo ama y mejor se lo demuestra” (Cardenal Bertone). La humanidad es de Dios, porque nadie la ama más que él y nadie se lo demuestra mejor: donando a su Hijo unigénito, quien, elevado en la Cruz, es fuente de vida y salvación para quien cree.