Durante los días de la Octava de Pascua, la Iglesia se esmera por mantener vivo el espíritu celebrativo del Domingo de Resurrección e invita a los fieles a exclamar constantemente, con profunda alegría: ¡Aleluya! ¡Cristo ha resucitado!
La Liturgia de la Palabra se adentra en los hechos extraordinarios acontecidos tras la resurrección del Señor, sin la cual “vana sería nuestra fe” (ver: I Corintios 15,14). Jesús seguirá apareciéndose a sus discípulos confirmándolos en la fe y preparándolos para la misión que habrán de cumplir.
Esos mismos discípulos, quienes en el momento de la prueba fueron presa fácil del miedo, ahora aparecen con espíritu renovado, llenos de confianza y fortaleza interior, dando testimonio de la grandeza del Maestro. Por esto, la primera lectura de cada día de la Octava está tomada de los Hechos de los Apóstoles.
Miércoles de la Octava de Pascua
Hoy, miércoles 3 de abril, celebramos el cuarto día de la Octava de Pascua. La lectura del Evangelio está tomada del relato de San Lucas (Lc 24, 13-35), quien presenta lo acontecido en el camino de Emaús.
Dos de los discípulos de Cristo van de camino a un pueblo llamado Emaús, no muy lejos de Jerusalén. Mientras se dirigen a su destino van conversando sobre los recientes acontecimientos. En medio de la discusión se les acercó Jesús y les preguntó: “¿De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?”. Ellos no lo reconocieron y, sorprendidos por la pregunta (toda Jerusalén estaba conmocionada), le increparon no estar al tanto de lo sucedido. El Señor insistió entonces en que le cuenten lo sucedido. Ellos le relataron cómo los sumos sacerdotes y las autoridades del pueblo entregaron a Jesús el Nazareno para ser crucificado. Su desilusión había sido muy grande porque esperaban que ese Jesús, en quien reconocían a “un profeta poderoso en obras y palabras”, fuese el libertador de Israel. Eran ya tres días desde la muerte del Maestro y pensaban que nada había sucedido; todo les sabía a fracaso. Ni siquiera el testimonio de las mujeres que afirmaban que Jesús había resucitado les parecían creíbles.
La llamada de atención del Señor no se haría esperar: “¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón!”. Entonces empezó a explicarles las Escrituras que se referían a él, de cómo el Mesías debía padecer y morir, pero que al final habría de resucitar. Algo tuvo que suceder en el corazón de esos discípulos para que le pidieran a su ocasional compañía que se quedara con ellos “porque la tarde está cayendo”. Al llegar la hora se sentaron a la mesa, Él partió el pan, lo bendijo y se los dio. En ese momento recién los discípulos pudieron reconocerlo, pero Él desapareció. Tarde se les abrieron los ojos: “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!”.
En este cuarto día de la Octava hagámonos eco -con nuestras palabras y acciones- del llamado del Papa San Juan Pablo II hecho ya hace poco más de cuarenta años: «Cada uno invite a Cristo como aquellos discípulos que caminaban con Él por ese camino, sin saber con quién caminaban: «Quédate con nosotros, pues el día ya declina» (Lc, 24, 29). Que se quede Jesús, tome el pan, pronuncie las palabras de la bendición, lo parta y lo distribuya. Y que entonces se abran los ojos de cada uno, cuando lo reconozca «en la fracción del pan» (Lc 24, 35)».
Evangelio según San Lucas (Lc 24, 13-35)
El mismo día de la resurrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado Emaús, situado a unos once kilómetros de Jerusalén, y comentaban todo lo que había sucedido.
Mientras conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos; pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron. Él les preguntó: “¿De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?”
Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?” Él les preguntó: “¿Qué cosa?” Ellos le respondieron: “Lo de Jesús el nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Cómo los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron. Es cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron de madrugada al sepulcro, no encontraron el cuerpo y llegaron contando que se les habían aparecido unos ángeles, que les dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron”.
Entonces Jesús les dijo: “¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo esto y así entrara en su gloria?” Y comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él.
Ya cerca del pueblo a donde se dirigían, él hizo como que iba más lejos; pero ellos le insistieron, diciendo: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer”. Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: “¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!”
Se levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, los cuales les dijeron: “De veras ha resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón”. Entonces ellos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.